domingo, 28 de noviembre de 2010

El poder de las tinieblas - Primer Lugar Compartido










El día se mostraba apacible y monótono, típico de los climas que se ciernen sobre la misteriosa Escocia, país de tradición y sangrienta historia, que junto a la copiosa lluvia y las penumbrosas tinieblas, hacen de esta nación, algo realmente sombrío.
Cerca de los acantilados de “Caering Cross” se alza un antiguo castillo de renombre histórico; que se impone a la vista por la monumentalidad de sus torres almenadas, las cuales parecen infundir un aire de temor y respeto.
Ése sería mi paradero, puesto que conseguí un trabajo seguro como sirviente y estaba decidido a mantener un sustento estable.
Pero al llegar, mi primera impresión me perturbó profundamente: el ama de llaves tenía un carácter frío y desalmado, su semblante era pálido como el de un muerto y su vestimenta parecía de lo más antigua.
Una vez que hube entrado y conocido mi habitación, mi instinto me decía que debía irme, pero mi economía me mantenía encadenado a esa oscura y aterradora residencia, donde se podía respirar un aire de museo, era como hallarme en una novela inglesa de crimen y misterio, donde todos los objetos se tiñen de un color acaramelado y el tiempo parece detenerse.
Fue cuando imaginé la cantidad de personas que habrían muerto entre esas paredes a lo largo de los siglos, y las muchas otras que se agudizaron con la caída del atardecer, todo se volvía mucho más tenebroso sin los débiles rayos del sol, filtrados por las tumultuosas nubes del cielo escocés.
Los días pasaban y lo que más comenzaba a asustarme era que yo mismo me estaba transformando. Ante los espejos notaba una ligera palidez en mi rostro, empecé a desarrollar una pasividad muy rara en mi personalidad, algo estaba pasando.
Un sábado, más o menos a eso de las seis de la tarde, estaba solo en la cocina, levanté la vista y vi, según se supone, una mano carnosa pero aristocrática apoyada con la palma contra el vidrio, cerca del borde de la ventana, y llena de sangre.
Extrañamente no me sorprendí y preferí seguir con mi labor, sin preguntar ni cuestionarme nada. Sentía que las tinieblas comenzaban a rodearme lentamente, de modo que cautivaban mis sentidos y no me dejaban pensar.
Sentía, por así decirlo, que el frío y la oscuridad me resultaban acogedores, mi persona había cambiado.
… se anunciaba la llegada de un nuevo sirviente al castillo, pero esta vez era yo quien debía recibirlo.

MARCELO  BONIFACIO