domingo, 28 de noviembre de 2010

La noche anterior










5:30 a.m., sonó el teléfono. Volví a casa luego de una agitada noche con ganas de tirarme a descansar.
Mi nombre es Diego García, me dedico a investigar crímenes, es mi trabajo, mi pasatiempo, el sentido de mi vida. Siempre lo consideré un hobbie, algo sencillo, hasta ese día.
Llamaron desde la comisaría informando sobre una rara muerte ocurrida en el barrio más adinerado de la cuidad.
Llegué a la escena del crimen, comencé a tomar las fotografías, muestras de sangre y demás peritajes como de costumbre en estos casos. Noté a la viuda llorando, pero no me detuve a interrogarla; algo me daba la sensación de que ella no había tenido nada que ver.
Llegué a mi casa y comencé a investigar. Ni huellas, ni pistas ni nada. Desde el comienzo intuí que se me iba a complicar pero no pensé que tanto.
Volví a casa de Silvia, la viuda y busqué alguna señal; la puerta había sido forzada antes del asesinato y había huellas de sangre, pero después de unos pocos pasos se perdían. Por mi experiencia sabía que la marca del zapato era de un hombre de contextura muy pequeña, parecido a mí, es más, usábamos la misma marca. No le presté atención, lo consideré un detalle menor.
Perdido en mi búsqueda me despertó la voz armoniosa de Silvia que me convidó con un rico té. Mientras conversábamos, me comentó que había escuchado cuando le habían disparado a su marido, pero que no pudo hacer nada. Su voz pasó de tranquila y armoniosa a muy exaltada y resentida. Me habló de ver salir huyendo a un hombre muy parecido a mí. Comencé a reír, la mujer parecía querer culparme por algo que yo no había hecho. Pero al mismo tiempo un sudor frío me congeló la nuca y recordé lo ocurrido antes de las 5:30.
Corrí a mi coche desesperado y encontré el arma homicida. Comprendí el porqué del sudor frío en mi nuca y por qué el caso me había parecido complicado desde el principio.

MAYRA VOTTERO