domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Te puedo llamar muerte?










Aquella noche de sábado, en la cabaña de verano de la familia Jennings, en los bosques de Misissippi, fue distinta a todas las noches pasadas de charlas y chocolates calientes con amigos en aquel lugar.
Solíamos dirigirnos a la cabaña de costumbre, ya que Grace era propietaria de la misma.
Muchos recuerdos de charlas interminables salían de aquella construcción con aroma a roble.
Una de esas noches fue muy diferente con respecto a las típicas charlas que teníamos.
Joe comenzó a recordar aquel día en que su padre lo encerró con él en  la sala de estar y le comentó del cáncer por el que estaba pasando su madre.
De ahí surgió el tema que dejó en dudas mis pensamientos sobre qué ocurriría el día que me tocase partir. En palabras más directas: el día de mi muerte.
Yo solía creer, que como toda católica, al morir mi alma se dirigiría al cielo donde Dios me esperaría en un mundo soñado sin sufrimientos ni penas.
Esa noche decidieron sólo nombrar este tema, la muerte.
A partir de aquella noche mis creencias cambiaron o tal vez dudaron. Comencé a sentir en mi pecho un ardor, como si hubiera alguien dentro de mí.
Esa charla no marcó a mis amigos, pero a mí sí. Desde ese día mi vida era un infierno, lloraba sin razón, sólo quería morir para conocer lo que me sucedería posteriormente. Por momentos recordaba aquel primer amor de quinto año en secundaria, ese gran amor que yo le tenía y luego me traería, un mal recuerdo, un hijo que nunca nació, un amor que se borró.
¿Cómo poder vivir si se vive sola? Pensé que la terapia había sido efectiva. Pero esa noche de sábado fue suficiente para que aquellos tropezones de mi vida volvieran a mi mente.
Ingresé al ascensor con trozos de un rosario apretados en mi mano que despedacé antes de salir de la habitación. Disqué catorce en el tablero y me miré en el espejo, me sequé una lágrima y comprendí que ésa sería la última foto que vería de mí. El ascensor se detuvo. Lo primero que distinguí cuando se abrió la puerta, fue ese abismo que me llevaría hacia un lugar nuevo, desconocido.
Corrí sin pensarlo, mis pies se deslizaban por el cemento, insoportable por el sol del mediodía.
Inhalé aire de una forma brusca y me dejé caer…. Me dejé mecer por ese aire que trataba de retenerme, pero mi cuerpo, mi alma y mi corazón, eran más fuertes.
Frío….
Mi cuarto no era mi cuarto….corrí al baño… mi baño no era mi baño…me miré en el espejo. Yo no era yo…
El mediodía había dado paso al conjuro anunciado. Ese conjuro que esa noche me advirtió que no debía  dudar sobre la muerte, ella llegaría sola, pero yo la busque.
No me sentía como la persona que reflejaba ese espejo ¿Qué hacía en ese cuerpo, volví a nacer en él?
Lo único que sabía era que había perdido la fe.

CAROLINA HERRERA